sábado, 19 de junio de 2010

Quebrada del Condor ~



El reino de las alturas

Al sur de la provincia, en la reserva natural Quebrada de los Cóndores el puesto rural Santa Cruz de la Sierra ofrece alojamiento y cabalgata a una espectacular saliente montañosa próxima a la morada de un centenar de cóndores que planean a metros del visitante. Si estadía es de dos o tres días, el avistaje se puede combinar con paseos por circuitos alternativos como el de “Las Pinturas Rupestres” y con la pesca de truchas en unos piletones naturales de agua cristalina.

El viaje a Quebrada de los Cóndores se realiza en vehículo doble tracción y parte desde Tama, un pueblito ubicado al sur del la provincia –a 180 kilómetros de la ciudad de La Rioja– hasta la Sierra de Los Quinteros. Gracias a su remota geografía, estas extrañas y sorprendentes serranías de rocas de granito,- cubiertas de pastizales, pequeñas quebradas y cactus en flor- protegen al 80% de esta comunidad de cóndores andinos, formada por 150 ejemplares. Una especie que en todo el continente está al borde de la extinción.

La posta. El camino que dura aproximadamente tres horas, asciende con suavidad por algunas cornisas de la quebrada hasta llegar a los altos de una meseta. Allí está el puesto rural de Santa Cruz de la Sierra, el punto base para alcanzar la Quebrada de los Cóndores. Se trata en realidad de la casa centenaria donde vivieron los tatarabuelos, los bisabuelos, los abuelos y los padres de José de la Vega. La cordialidad y la hospitalidad de José, quien no nos recibe con silencioso entusiasmo, es una de las más gratas impresiones que recibe el visitante.

La posada está preparada para brindar alojamiento para diez personas en habitaciones dobles provistas de baño privado y un comedor rustico donde la comida es en sí misma un verdadero motivo que justifica el viaje. Entre las delicias de la cocina riojana se sirven cazuela de gallina, cabrito la horno de barro, locro, empanadas, puchero de cabra y frutas silvestres cosechadas “in situ” por el mismo visitante. También suelen realizarse fogones criollos y entretenimientos campestres, donde los baqueanos narran con mucha calma, la rutina de la vida en este lugar.

Hacia la Quebrada. Antes de partir, un sol radiante augura que la excursión que comienza con una caminata hasta el lugar donde nos esperan los caballos, superará las expectativas más ambiciosas. La cabalgata que se avecina dura un poco más de hora y media, el tiempo necesario para atravesar los 4 kilómetros hasta el mirador natural de la quebrada de los cóndores.

El ascenso es lento y hay que hacerlo con mucha precaución, dada la dificultad del terreno. El recorrido sortea pequeños arroyos y nacimientos de vertientes que brotan entre las inmensas rocas de granito, hasta llegar al desfiladero que conduce al “Mirador de los Cóndores”, un gigantesco peñasco que sobresale del acantilado unos 3 ó 4 metros, a más de 1800 msnm.

Después de transitar una angosta huella serpenteando la montaña, acercarse a la cima de esta saliente que domina el paisaje, es el gran secreto. Desde ahí se divisan hileras de montañas cubiertas de verde, varios riachuelos que marcan un trazo profundo entre las quebradas y el camino hasta la posta.

La abrumadora presencia del acantilado, escogido por estos reyes del aire para establecer su morada, causa un poco de impresión. Tal vez por ello, desarrollaron la capacidad de vivir en estos inmensas y recónditas montañas cuyos recovecos y pequeños relieves sirven para constituir y proteger sus nidos.

La escena es tan espectacular que mientras disfrutamos del paisaje con embeleso, en un primer momento no percibimos que más de cuarenta cóndores planean sigilosos a pocos metros sobre nuestras cabezas. El encuentro es hipnótico y emocionante. Pareciera que los cóndores están tan asombrados por nuestra presencia como nosotros por la de ellos. Así, como en un ritual silencioso, permanecemos sentados en la cima de la montaña más de dos horas, viendo como las aves pasan una y otra vez , en círculos y en línea recta hasta esconderse en sus nidos entre las fisuras de las rocas.

Al emprender el regreso, es cuando uno se da cuenta del efímero pero mágico momento que termina al atardecer. Por el oeste el sol se esconde entre una cortina de nubes, y el descenso es una tarea más sencilla, mientras el aire puro y la brisa silban suavemente como en señal de despedida.

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